Bruce Springsteen, en Madrid: casi cuatro horas de eucaristía eléctrica


The Boss hizo en Madrid uno de sus mejores conciertos de su trayectoria musical. Tardó en empezar –35 minutos después de lo previsto: parecía que la grada nunca iba a terminar de llenarse–, pero luego no hubo forma de pararlo. Fueron casi cuatro horas de eucaristía eléctrica –dicen por ahí que hablamos del concierto más largo de su carrera– vividas como si de un bautismo se tratara. Hasta los más viejos del lugar mostraban risueño asombro al comprobar que Bruce Springsteen, lejos de apalancarse o de ofrecer un show de trámite, había aterrizado en Madrid dispuesto a pasarnos por encima. Lo hizo, firmando un espectáculo difícil de olvidar.

Secundado por la facción histórica de una E Street Band en permanente expansión a la que siguen sumándose músicos de primera, el de Freehold defendió convencido su nuevo cancionero –sonaron hasta siete temas del reciente Wrecking ball–, escarbó valiente en los géneros que modelaron su identidad musical y combinó certero los hits familiares con el repertorio para iniciados. Lástima que el sonido, deficiente toda la noche –y subiendo– restara brillo a una velada deslumbrante.

Os dejamos con el análisis completo del concierto por Rolling Stone

El arranque, como de costumbre, fue absolutamente demoledor. Badlands y No surrender, seguidas de un bloque de canciones del nuevo disco –We take care of our own, Wrecking ball y Death to my mometown– que convirtieron el estadio en un céilidh masivo, inopinado y tremendamente empático: estrofas como “Hard times come and hard times go, just to come again” no pueden venir más a cuento hoy día. El termómetro de la emoción subió durante la presentación de My City of Ruins, dedicada a todos aquellos que echamos de menos –Danny Federici y Clarence Clemons, por ejemplo– y sin embargo, están.

En Spirit in the Night hubo un poco de todo: El Jefe que parecía emular a Chiquito de la Calzada, el cartel de Peralejos de las Truchas chupando cámara y una demostración final de carisma al alcance de muy pocos. Sorprendió que tocaran algo tan recóndito, tan para fans, como Be True, y gustó el parlamento previo a la estremecedora Jack of All Trades: “Sé que aquí los malos tiempos son incluso peores. Esta va por todos los que están luchando en España”. Con Youngstown –gran solo de Nils Lofgren–, Murder Inc. –gran solo de Little Stevie– y She’s the One –gran canción, pase el tiempo que pase– se llegó al ecuador del concierto. En ese momento apareció en escena “Southside” Johnny Lyon, viejo camarada de Nueva Jersey junto al que interpretaron Talk to Me, escrita por Springsteen para Hearts of Stone (1978), tercer álbum de Southside Johnny & The Asbury Jukes. La canción en sí, un pelotazo. El numerito de clown, sobró.

Al igual que en su anterior paso por la capital, se atendieron peticiones musicales –el cartón de Spanish Eyes– y personales: el cartón de “¿Puedo bailar con Nils?” casi al final, a la altura de Dancing In the Dark. También se vivió un momento Blanca Paloma –el niño que llega hasta Springsteen surfeando por encima del respetable para marcarse, sobre la tarima, el estribillo de Waitin’ On a Sunny Day– y se disfrutó con el pequeño popurrí-homenaje –una de los Impressions y otra de Wilson Pickett– a la música negra, la música que lo tiene todo, según dio a entender el cantante.


El tramo final tuvo algo de imprevisible. The River –que dedicó a Nacho: “Está en nuestras plegarias”, dijo Bruce-, una monumental Because the Night y The Rising estaban justo donde se las esperaba. Pero escuchar My Love Will Not Let You Down –muy bien recibida, por cierto– y We Are Alive tuvo tanto de alegría como de sorpresa. El concierto propiamente dicho terminó con Thunder Road, casi tres horas después de haber comenzado. Saludos, unos segundos de parón y vuelta a la carga con un bis difícilmente mejorable, que empezó con la estupenda Rocky Ground –Michelle Moore dio un paso al frente para cantar y rapear– y desembocó en una apoteosis sostenida durante casi sesenta minutos más. Born in the USA sonó antes de que se encendieran las luces y de que el realizador se concentrara casi exclusivamente en enviar imágenes de las primeras filas a la enorme pantalla situada tras los músicos. A partir de ahí, el delirio: Born to Run, Hungry Heart –con Springsteen sumando kilómetros en sus viajes de una a otra tribuna–, incursión en territorio rockabilly con Seven Nights to Rock, turno para la antes citada Dancing in the Dark y cierre con una Tenth Avenue Freeze-Out que fue silenciada por la banda mientras se proyectaban imágenes de Clemons –su sobrino Jake es quien se encarga de uno de los saxos en esta gira– entre una ovación cerradísima. El Twist and Shout final terminó de pulverizar expectativas, cronómetros y juanetes. No fue un concierto perfecto, pero anduvo cerca.

Fuente: Rolling Stone

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